Ponte guap@ en la adversidad

Ponte guap@ en la adversidad

Cuando era niño, recuerdo que mi querida madre, que por aquel entonces era una avezada ATS en pediatría, cada vez que mi hermano pequeño o yo caíamos enfermos (siempre que no tuviéramos fiebre) y tras dejarnos un día de convalecencia en pijama, nos aseaba, vestía y repeinaba, cayera quien cayera. Y, aunque luego permaneceríamos en el sofá bien tapados, solíamos pasar el catarro en perfecto estado de revista. Mi madre nos aplicaba impenitentemente esa tortura, afirmando que estar aseados y arreglados contribuía al ánimo y, por tanto, a la recuperación. Jamás supe de dónde salió esta teoría suya, pero lo cierto es que funcionaba.

Me debió impactar bastante esta costumbre porque siempre que me he sentido especialmente vulnerable le he prestado especial atención a mi apariencia. Ya lo sé, ya lo sé, lo importante es sentirse guapo por dentro y el hábito no hace el monje y bla bla bla... pero no me negarás que sentirte a gusto con tu físico y verte bien tiene mucho de reparador, sobre todo en momentos de sufrimiento o adversidad. Como dice Henrik Ibsen:

“La belleza es un acuerdo entre el contenido y la forma”.

Si te guías por la imagen que ofrecen las películas sobre las prisiones, a buen seguro que me imaginas con un traje a rayas o, en el mejor de los casos, en chándal, haciendo dominadas y flexiones en mi celda gris, con una barba de 15 días y con el pelo largo y descuidado. Siento quitarle épica a esa imagen, pero la realidad es otra. Me suelo afeitar a diario y acostumbro a llevar ropa de calle. Sólo uso el chándal para hacer deporte. Tengo una ducha en la celda que uso un par de veces al día y las flexiones y las dominadas las hago, pero no en la celda, sino en un diminuto y atestado gimnasio que tenemos en el módulo. Con respecto al pelo....mmm, déjame que te hable del pelo.

El pelo me lo corta un marroquí, peluquero aficionado que fue atracador de bancos y al que le pago con una Pepsi y una lata de atún. Es lo que hay: entre adaptación y melena, elegí adaptación.

Es sábado, aquí sólo corta el pelo los fines de semana. Estoy en la peluquería casera de mi módulo, una luminosa sala de 8 m2, adyacente al patio y adoquinada con azulejos amarillos y blancos. Está provista de una gran ventana con barrotes (aquí hay barrotes en todos los sitios) por la que entra abundante luz y por la que se asoman a mirar clientes curiosos e indecisos. Suena música árabe a todo volumen en un pequeño y polvoriento radio cd y se respira una sofocante mezcla de olor a tabaco, lejía y té. Hay dos personas esperando en sillas de plástico mientras hacen un sudoku a pachas. Un solícito ayudante, también árabe, se dedica a barrer con esmero mientras canta alegremente. Ha llegado mi turno, me siento en una vieja y erosionada butaca, desecho de algún despacho de la prisión y que le da a esto cierto aspecto de peluquería de verdad. Frente a mí, una mesa alta de laca blanca descolchada, adosada a la pared y sobre ella, perfectamente alineados, un peine partido, el recipiente de un limpia cristales como pulverizador, unas tijeras de recortar manualidades de punta redonda y un cepillo de escoba. Una especie de espejo de plástico resquebrajado me devuelve una imagen borrosa y lúgubre de la escena y yo le disparo una sonrisa irónica, como para defenderme.

Brahin ronda los 40, es de Rabat y habla un español afrancesado que le hace parecer educado. Es esbelto y corpulento y hoy lleva una camisa azul remangada que muestra unos brazos fuertes y tatuados. Tiene el pelo corto y muy rizado y su mirada sagaz está coronada por unas cejas angulosas y espesas que endurecen su expresión. Sin embargo, cuando ríe lo hace con una sonora franqueza, enseñando ampliamente una dentadura blanca y ordenada que transmite buenas vibraciones. Mientras me retoca el flequillo con esas tijeras de cortar papel,  me pregunto cómo un tipo así ha podido atracar tantas sucursales de banco. El tío se ha aprendido un refrán con el que siempre remata orgulloso su historia: “Nunca he hecho un rasguño a nadie y quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón”.

Mientras pasa la máquina por mi nuca, en algún bolsillo de mi memoria, tintinean como monedas las veces que Isaac jr. y yo íbamos juntos a cortamos el pelo, nos hacíamos bromas y nos reíamos con complicidad. Olía a gomina de marca y colonia, había peluqueros profesionales y dignos, los espejos eran nítidos y había puertas para salir a donde todo es posible.... Aprieto los dientes y respiro, dame fuerza mi buen Dios. Me están dejando bien la verdad, sobre todo teniendo en cuenta que Brahin ha aprendido a cortar el pelo en prisión. Al terminar, me pregunta interesado por el resultado, mientras me sacude los hombros con energía y yo le miento con una sonrisa agradecida - “mejor que en la calle Brahin, eres un fenómeno”. Resulta curioso ver como los pocos presos que muestran una actitud resistente y fuerte cuidan en todo caso su aspecto.

No me refiero a ponerte guapo el día que tienes el vis a vis o la visita por cristales, me refiero a una insistente atención a la imagen. Debe ser un mecanismo de defensa. Yo creo que podría decir que me cuido más aquí que en la calle. Preservar a salvo la autoestima es un principio básico para afrontar la vida y uno de los desafíos principales antes cualquier adversidad.

Cuando nos sentimos vulnerables puede decaer la motivación para cuidarnos. De hecho, uno de los síntomas de la depresión, es la dejadez y el abandono de nuestro cuidado físico. Protege y mima más que nunca tu imagen, hacerlo será un asidero más en tu proceso de lucha contra la adversidad.

Me viene a la cabeza una historia que leí en el extraordinario libro de Rafael San Andreu “Ser feliz en Alaska”. Ana Amelia Barbosa, es una brasileña de unos 50 años que tras sufrir un ictus cerebral a los 35 años quedó tetrapléjica, pudiendo únicamente mover algunos músculos de su cara. Ana Amelia ha desarrollado una capacidad admirable para superar los obstáculos que le ha puesto la vida. Dedica la mayor parte de su tiempo a enseñar a enfermos con parálisis cerebral con presentaciones de powerpoint que ella diseña. Además, escribe, estudia y pinta, con la ayuda de la tecnología y sobre todo con su voluntad y talento. No hay cosa que se proponga que no sea capaz de hacer. Una de las cosas que más me admiraron de su historia, es que lleva colgado del cuello una especie de tarjeta con las letras del abecedario para poderse comunicar señalando las letras con gestos. Amelia, que no ha dejado de ser presumida, en un acto de coquetería que me emociona, ha encargado tarjetas de distintos colores para que le conjunten con su indumentaria ¡formidable!

Parece contradictorio preocuparnos por nuestra imagen en nuestro peor momento, cuando nos rodea la tristeza o la desesperación, y reconozco que exige a menudo cierta fortaleza. Os aseguro que me costó horrores abrocharme cada botón de la camisa de fiesta que me planté en esta nochevieja entre rejas. Y, aunque me comí las uvas en la soledad de mi celda, con cierta pena y mucho anhelo, también es cierto que brindé por el año nuevo y por todos los míos, con toda la elegancia que conseguí reunir, con una inmensa esperanza y prometiéndome no rendirme nunca.

Ilustración del recluso Andrés, alias "Chuchi" - 19/12/2018

Ilustración del recluso Andrés, alias "Chuchi" - 19/12/2018

Desintoxicación digital forzada y bendita

Desintoxicación digital forzada y bendita

El rostro del coraje

El rostro del coraje