La imaginación, un buffet libre ante la adversidad
Creedme cuando os digo que he conseguido hacer algo increíble. Soy capaz de estar en dos sitios a la vez. No temáis, no me he vuelto loco, solo es una de las estrategias en este proceso de resiliencia que con tanto afán os narro.
De tanto huir de esta maldita prisión, he llegado a perfeccionar la técnica y me he acabado convirtiendo en un escapista experimentado a través de la imaginación. No diré que me siento afortunado, porque donde deseo estar es ahí fuera junto a los míos, pero sí es cierto que he aprendido a recrearme en mi mundo imaginario.
Pensad por un momento en la de veces que estamos en lugares donde no queremos estar. Una cola infumable, el atasco interminable, el trabajo cuando es tedioso o pesado, ese coñazo de reunión, ese sermón insoportable... Momentos en los que ponemos nuestra imaginación a funcionar. Sin embargo, cuando se trata de huir de la adversidad lo de la imaginación debe ser algo más concienzudo. La adversidad te suele llevar a lugares físicos o emocionales insoportablemente inhóspitos y sombríos en los que deseamos escapar desesperadamente. Es ahí donde una imaginación ejercitada nos puede ofrecer una huida segura y eficaz. Es un poco una forma de taparse la nariz cuando la adversidad te atosiga con su pegajoso aliento melancólico y triste.
Entended que me lo tome tan en serio. Siempre he sido un tipo imaginativo por vocación, ahora me veo obligado a serlo por una cuestión de supervivencia.
No es fácil depurar la técnica. Cómo he dicho, requiere ejercitarla. Ahora ya la tengo casi dominada, pero al principio, antes de empezar este proceso, mi ensoñación y la realidad siempre solían luchar en mi cabeza retorciéndose como dos perros rabiosos que se despellejan.
Para muestra un botón. Entre las visualizaciones confesables, he hecho una pequeña selección que me apetece compartir con vosotros. Creo que es la mejor manera de explicaros hasta que punto me puede resultar alentadora esta estrategia.
Acabo de despertar. Son las 7:05, es domingo, estoy en prisión en mi celda gris, rodeado de limitaciones, pero me da igual, los domingos se sale al mar sí o sí. Bucear es una experiencia tan intensa que requiere concentración. Tengo media hora para sumergirme en el mar, antes de empezar un día más de cárcel. Antes de hacerlo y para ejercitar los recuerdos y las sensaciones, leo con devoción uno de los relatos que Ángel, uno de mis incondicionales compañeros en el “Reino azul” escribe con arte para su blog y que me manda todas las semanas. Le doy cadencia de mar y abismo a mi celda con la banda sonora de “Big blue”. Me siento en el catre, me pongo cómodo y cierro los ojos. Cambio el ritmo de mi respiración, como cuando voy a empezar una apnea y empiezo a escuchar el lento y profundo latir de mi corazón. Ya estoy listo, me voy al fondo.
Querido Ángel, Con tus relatos y esas fotos contribuyes a que vuelva una y otra vez ahí abajo, donde reside esa ingrávida sensación de libertad, donde esas posibles capturas te hacen sentir inigualablemente vivo y donde tu, Billy, Pala y tantos otros somos tan felices. Por cierto cabrón, ese post me ha hecho llorar. Por supuesto que nos vemos en el azul.
Acaban de cerrar la puerta de la celda, son las 20:00. Cojo el triste cubo de plástico azul en el que tengo mi ropa sucia y me dispongo a lavarla bajo la estrecha ducha situada en el minúsculo espacio de aseo. La escena, como tantas aquí, es ciertamente deprimente. Empieza el juego. Esta situación me recuerda al compartimento de uno de los barcos de vela en los que tantas veces he navegado junto a mi padre. Entonces también me encargaba yo de la colada. Mi imaginación se sitúa justo ahí, en el Free- Will, ese velero con el que tantas aventuras hemos vivido. Me parece oír a mi padre en la cabina hablando por la radio mientras nos acercamos al puerto de Ajaccio. Escurro mi imaginación como escurro los calcetines y el jabón me desliza hasta esa cabina de madera en la que todo es aventura. Ahora saldré a cubierta y colgaré la ropa al sol de Poniente en un cabo amarrado entre el toldo y la botavara. Papá te prometo que vamos a volver a navegar juntos.
Empiezo el día con mi carrera en círculos, haciendo cálculos ya llevaré casi 10.000 vueltas desde que estoy en prisión. Me rodean presos, muros y rejas. Piso la superficie más dura del mundo. Miro hacia arriba y un trozo de cielo azul hace presentir un día luminoso y templado ahí fuera, un día que parece no pertenecernos. A esta hora el sol tiene prohibido aún entrar en nuestro patio y una sombría humedad lo impregna todo. ¿Puede haber expectativa más deprimente para un running? Reúno valor y consigo arrancar y de nuevo activo el juego. Con ayuda de la música (Rock FM) me transporto pronto a escenarios que me hacen sentir bien. Piso arena húmeda, huelo a hierba fresca, siento la brisa en mi cara, corro por el campo, bajo la sombra de árboles tupidos, por el cauce del río, por tantas ciudades por las que he corrido, ahora tan lejanas. He corrido por tantos sitios a lo largo de mi vida que atesoro un carrusel de imágenes que ahora elijo como el que come en un buffet. Me estoy poniendo las botas, barra libre permanente Isaac, go go go.
Es sábado por la mañana. Bajo los primeros rayos de sol, los reclusos inundan con desorden el patio, sentados de cuatro en cuatro en mesas de plástico. Juegan al dominó y al parchís ruidosamente. Otros van y vienen de muro a muro con un lamentable aire de animal enjaulado. Estoy leyendo sentado en un banco en medio de todo ese meollo. Pienso que los rayos templados de este sol de invierno que ahora me abrazan son iguales aquí que ahí fuera y esa idea me reconforta. Cierro el libro y lo deposito sobre mis rodillas. Me pongo los auriculares para apartarme del ruido de los cubiletes, los dados y los chasquidos de las fichas de dominó. Pongo la toalla para el gimnasio sobre el duro respaldo del banco y apoyo mi cabeza. Cierro los ojos y me traslado inmediatamente a una playa. Me hedado cuenta de que cuanto más concreta es la ensoñación, más evasión se consigue, así que subo la definición a la imagen. Es la Cala del TíoXimo en mi querido Benidorm. Estoy en el hueco exacto de una roca que conozco bien, rodeado de detalles que me parece estar viendo, oliendo, tocando. Una roca en la que he pasado horas y horas leyendo, pensando, tomando el sol. Una roca elegida una y otra vez por mi toalla y desde la que me he zambullido tantas veces en el mar. Uso un truco infalible que aprendí de una experiencia única sobre la que escribí hace mucho tiempo: ‘'La cena de los sentidos”. Igual que el olor de esas gomas de borrar NATA o de los plastidecor, nos traslada hasta el colegio de nuestra infancia, en este caso, un poco de crema solar que me he puesto en las mejillas -- para asombro de muchos de mis ilustres compañeros — le da consistencia y textura a mi ensoñación. Os aseguro que se me ponen los pelos de punta.