Nada en Nadalandia

Nada en Nadalandia

“La vida se me fue haciendo cada vez más difícil, ya que en el pueblo raro era el día que alguna vecina no me daba un pedazo de pan, pero allí, en la ciudad, nadie parecía reparar siquiera en mi presencia ” - El Sicario. Alberto Vázquez Figueroa.

Esta es una historia triste. Y aunque yo intento darle un aire de esperanza a cada una de las historias que vivo en prisión, para qué vamos a engañarnos, aquí el drama trepa por los muros que nos rodean como una enredadera envolviéndolo todo.

Esta es la historia de Daniel, a quien por hoy, en este relato y con dolor, llamaré “Nada”. ¿Nada? - te preguntarás - Si, Nada. Nada porque si aquí, en la cárcel no existe, imaginaros ahí fuera. Nada porque de quién hablo, como muchos otros, es un tipo invisible. Una sombra perezosa, de origen tan amargo como oscuro, una voz balbuceante y lánguida, como la nota más triste de una canción ya de por sí triste. Con su mirada de perro apaleado y temblores a ráfagas. Siempre vistiendo ropa prestada, dos o tres tallas más grande. Escrutando el suelo, a la caza de colillas, con un disimulo torpe, pero digno. Nada camina triste, arrastrando los pies, deambulando como un zombie por el patio. Nada por aquí, nada por allá.

Nadalandia es el planeta en el que vive nuestro amigo Nada, junto a muchos de sus compatriotas. Juntos forman un nada aún más abismal y doliente. Nadalandia es una roca helada en una galaxia olvidada. Allí no existen las estaciones del año, sólo un invierno polar persistente, poco oxígeno y agua contaminada. La mayoría de los habitantes de Nadalandia han nacido allí, pero también hay inmigrantes, no os penséis, es más fácil llegar a Nadalandia de lo que parece. La puerta de entrada siempre está abierta de par en par, bien señalizado, y es grande y luminosa, pero, por el contrario, salir es un verdadero milagro, una proeza digna de un héroe.

Por ejemplo, Javi, del que ya os hablé en el capítulo “el plan B”, también fue Nada en Nadalandia. Sin embargo, fue de los pocos que consiguió encontrar la puerta de salida. Cuando yo le conocí, ya se atisbaba una mariposa estallando en su piel de gusano. ¡Me rindo ante su valor!. Pero en cambio, en Daniel cuesta ver indicios de metamorfosis, parece más bien un gusano vocacional, eterno e indolente. Un Nada aparentemente irreversible.

Algo inexplicable me atrae hacía él. No es compasión, ni curiosidad. Es mi vecino de enfrente y llamadme loco, pero últimamente estoy muy atento a las señales del universo. Y a fuerza de testarudez y esperanza, y aunque soy consciente de que multipliques lo que multipliques, si es por nada el resultado siempre es nada, me pongo a multiplicar y me acerco a Nada.

Daniel tiene ahora 27 años, pero aparenta muchos menos, principalmente por su cara de niño travieso, con sus pequitas, su pelo alborotado y rubio y una expresión en la mirada como si estuviera apuntándote con su tirachinas. En un casting para encarnar a Tom Sawyer en su peor momento, le elegirían seguro. Lleva tatuado el rostro de una señora en el pecho, grande y bien dibujado. 

- ¿Te gusta? -me dice con orgullo. - Me costó un pastón, es mi yaya, la que me ha criado. Me lo hice cuando me enteré que se iba a morir. Cuando me lo vio le tenías que haber visto la cara, la pobrecica se puso a llorar y todo…

Con un par de cafés y en un banco del patio, me resume a media tarde su historia y lo hace fumando y al compás de un tic que le hace guiñar el ojo. Le escucho inmóvil y boquiabierto, el relato me parece tan triste que esa noche ni ceno. Con su confesión me recuerda el lugar donde me encuentro, un sumidero de Nadas. El hito más oscuro de su vida, el que acabó aplastándolo, fue la muerte de su mujer por sobredosis. Ya veis, viudo con 24 años y dos hijas de 3 y 5. Con esta perspectiva, como para cagarse, entró en la cárcel nuestro amigo y lo hizo con un mono de tres pares de pelotas, con una pena insoportable y sin siquiera saber por cuál de sus causas pendientes le volvían a apresar. “Nada nuevo bajo el sol”, debió pensar, pues no era su primer ingreso y, además, que le van a contar a él, si lleva pisando correccionales y centros de desintoxicación desde los 15 años.

Y como pareja de baile de este Rock duro, la droga. Una pareja un tanto hija de puta, que le sirve y le sigue el ritmo al principio, pero que luego impone su ritmo infernal hasta dislocarle la vida. Primero los porritos, que ya se liaba con 13 años con una sola mano, después y aprovechando su altura prematura y esa cara de malo empezó a frecuentar “el Revival", de viernes a lunes y del tirón. Y venga con el éxtasis, el cristal, los tripis y todo el maletín de herramientas para atornillar a su cabeza un carajal definitivo. Un carajal que ahora los médicos le han diagnosticado como discapacidad psíquica del 40%.

Pero Nada no tenía bastante con las fiestecitas del Revival, porque cuando se acababa esa huida electrónica y química de fin de semana, empezaba la emboscada de una vida en ruinas de la que sólo supo escapar aumentando la apuesta. Y entonces llegó la coca fumada, la botellita, la plata, los chinos y toda esa basura del demonio que además de acabar de freírle el tarro, le agarró el alma por los huevos, hasta ahora.

Y sus delitos le convierten en aún más Nada. Son delitos de poca monta. - Joder Isaac, que hijos de puta, la que llevo encima, si al menos le hubiera pegado un palo gordo a un banco o algo de eso. - Daniel es lo que se denomina en la cárcel un “robagallinas”, término utilizado para los “pringaos” que pagan años de cárcel por delitos ridículos en comparación con otros criminales que a menudo se van de rositas con apaños de esos que se hacen con corbata en oficinas lustrosas. Cumple tres años y medio por dos delitos: Un año y medio por saltar una valla y robar una bombona de butano y dos años por robar una tele en una casa vacía. - Chacho, cuando vas ” enmonado” te conviertes en una fiera hambrienta y peligrosa que sólo piensa en comer. - Y claro, de tanto convertirse en fiera para aplacar el mono, le acaban de comunicar una petición fiscal de 4 años por haber robado el radiocasete de un coche. En cualquier caso, eso no es lo peor, porque lo que verdaderamente le acojona es no saber qué coño va a hacer con su vida a cachos cuando salga de este lugar, aparte por supuesto de seguir viviendo en Nadalandia.

Lo que más le avergüenza es hablar de sus cicatrices. Esas que en sus brazos flacos y ajados atestiguan las veces que “se ha chinado las venas”. Llevamos 3 intentos. A mí, eso me estremece y a él parece que también, porque cuando me lo cuenta resopla y aprieta los puños. No se muestra desesperado, no porque no lo esté, sino porque va medicado hasta las trancas. Entre ansiolíticos, antidepresivos, somníferos, protectores de estómago y analgésicos, puede ingerir 20 pastillas al día. Arrastrando una sonrisa babosa me dice: “Si te tomas tú mi medicación, te pegas durmiendo toda la condena. Me tengo que quitar esta mierda como sea…”

Esa misma tarde, en ese mismo banco, me pregunta con un interés inesperado por mi vida, por mis hijos, por mi trabajo, como asomándose a un mundo normal del que jamás ha formado parte. Me pregunta detalles y le interesan mucho mis viajes. Me confiesa que jamás ha montado en avión y que no se puede morir sin hacerlo. La confesión de esa ilusión infantil me alegra, porque esconde algo de esperanza. Tal vez os suene raro, pero tenéis que tener en cuenta que lo que suele ocurrir con Daniel es que cuando hablas con él, te invade la sensación de que no alberga sueño alguno. Se comporta con la vida como un niño lo hace con un juguete demasiado sofisticado para sus entendederas y que acaba rompiendo con indolencia y regocijo. Solo algunas de las cosas que le dices, que le intentas inculcar, parecen entrar en su mundo, pero enseguida te das cuenta de que se desvanecen como una llama débil en una tempestad.

A pesar de este panorama, y a Dios gracias, combino ingenuidad y obstinación suficiente como para no resistirme a la idea de que Daniel abandone algún día Nadalandia. Lo que siento me confirma que soy un incondicional de las causas perdidas y eso me hace sentir bien. Qué le den por culo al “no se puede hacer nada”. Vivo con interés, admiración y un poco de desesperación como el equipo técnico del módulo hace lo que puede y más por él; programas terapéuticos, actividades educativas, cambios de módulo, vigilancia específica, pero nada de eso parece suficiente. Hay Nadas por todos los lados y no hay recursos suficientes, esa es la triste realidad. En ese afán, están intentando que un Juez vea bien sustituir su pena de cárcel por una larga temporada en Proyecto Hombre, un lugar mucho mas adecuado para un tipo bueno, pero enfermo, como Daniel. En ese lugar, del que sólo he oído cosas buenas, están especializados en hacer pasaportes con los que salir de Nadalandia y en otro tipo de misiones tan imposibles como sagradas, porque no tengas duda que salir de la droga tiene tanto de increíble como de milagro. Y cuando le hablas de “lo de Proyecto Hombre”, se le dibuja una sonrisa en la cara porque le acuden a la cabeza esos amigos suyos que, con ayuda del centro y muchos cojones, consiguieron escapar de Nadalandia. Y por un momento, asoma en su mirada, en sus preguntas y en sus silencios, un arrebato hermoso que muestra su deseo desesperado de escapar también. Y en esos arrebatos se puede ver a Dios, como advirtiendo de que sigue ahí.

Y que sepáis, que cada vez que he escrito en este papel de libreta “Nada”, como pseudónimo cruel de Daniel, he sentido por un lado una mezcla de tristeza e impotencia y, por otro, un enorme deseo de que cambien las cosas. De que ese juez le dé la oportunidad de irse a Proyecto Hombre, de que Daniel reúna el coraje y la ayuda suficiente para curar a ese “yo” enfermo y desesperado, y de que mi buen Dios, siga advirtiéndonos de que Nada “NO” es imposible. Y de que Nada, por supuesto que sí, puede llegar a hacer algo increíble. Salir para siempre de Nadalandia.

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