Amanecer en el Abismo

View Original

Goles en la cárcel

Aquí soy número ocho sin llevarlo en la espalda. Soy número ocho sencillamente porque es mi identidad. Un cura, un teniente o un payaso no necesitan vestir uniforme o traje de colores para ser cura, teniente o payaso. Soy número ocho aunque no lo lleve dibujado en el lomo y aunque ninguna mujer se arrime a pedirme autógrafos, porque sólo piden autógrafos a los de los clubs grandes. - “El césped” de Mario Benedetti

Ya lo he dicho más veces a lo largo de esta historia, todavía no se han levantado los muros que le digan a la ilusión: “de aquí no pasas”.

Empecemos por dejar claro que no me gusta el fútbol. Nunca me ha gustado. Busco la razón y la encuentro fácil en mi infancia, cuando, por torpe, acababa siendo siempre el portero -y supongo que me dejaban serlo por pura caridad. Para mí, siempre fue ese juego en el que no estuve a la altura, en el que estorbaba más que otra cosa, un juego para el que sin duda no estaba hecho.

Sin embargo, siempre he visto a mis amigos desvivirse con pasión por este deporte. Estudié la carrera frente al campo de fútbol de Mestalla y viví mis mejores años de estudiante con un auténtico fanático del Valencia C.F. Además, mi hijo pequeño jugó desde que tenía 7 años en el Kelme C.F. y en el Elche C.F. y, de tanto llevarlo a entrenar y ser su fan en los partidos, conseguí entender mejor el juego. Ahora se ha pasado al waterpolo (hijo de pez, pececito) y os tengo que confesar que estoy emocionado. De lo que no cabe duda, es de que el fútbol inoculó en sus venitas la deportividad, el trabajo en equipo y la inigualable sensación que supone luchar por unos colores. Por tanto, a pesar de mi desinterés por el fútbol, reconozco su valor y le estaré eternamente agradecido. Además, jamás olvidaré la escapada que nos pegamos Isaac y yo para ver a su equipo favorito, el Atlético de Madrid, en uno de los últimos partidos del Vicente Calderón.

Y cómo las cárceles no dejan de ser un reflejo desdichado y trágico de la sociedad, el fútbol, a su modo, también está muy presente dentro de la cárcel. Aquí en prisión, se celebra una liga inter-modular de fútbol 7, en la que representantes de los distintos módulos forman equipos, un tanto deslavazados eso sí, y cuya plantilla sufre una alta rotación. En otra liga, existe una selección de toda la cárcel, que compite contra equipos de fuera y que ya podríamos decir que es algo más serio, todo un equipo de verdad, con su entrenador, indumentaria y cierta organización.

Como os podéis imaginar, ser miembro de esa selección o simplemente representar al equipo del módulo, otorga de inmediato galones y autoridad entre los demás internos. No importa el delito que hayas cometido o si eres un canalla, si tocas bien el balón y metes goles, ya tienes admiración y respeto asegurado. Nada nuevo bajo el sol.

Pero lo que de verdad disfrutamos los demás presos, tanto jugadores como afición, no son esos partidos de selección o entre módulos, sino los partidos que se juegan los domingos, con puntualidad británica y sobre el duro cemento del patio. El campo en el que se juega, recuerda al de un colegio público, en el que se funden desdibujadas las canchas de fútbol, de baloncesto y de voleibol. Las porterías están bien pintadas y las redes en perfecto estado, pero las canastas en las bandas son un estorbo. Cada cancha lucha por imponerse pintada de un color distinto y entre todas terminan creando un mareo de líneas desordenadas que no hay quien entienda.

- ¡La falta ha sido dentro del área!

- ¡Pero qué dices! Si esa línea es de la cancha de baloncesto!

Pase lo que pase, si es Domingo por la tarde, aquí hay partido de fútbol. Eso lo sabe todo el mundo. No importa mucho si el cemento hierve por el sol de agosto, que no haya sombra donde esconderse o que haga un frío polar. Tampoco parece importar que no haya césped artificial, ni vestuarios, ni equipación patrocinada, ni familia animando; el entusiasmo aguanta y se deslice por esta cancha desolada. Algo hechizante tiene este deporte, lo reconozco, donde jugadores y espectadores se centran en el juego y lo viven con intensidad, como si estuvieran en un estadio. Es alentador ver cómo el ser humano se adapta, con más o menos resignación a lo que tiene, y es capaz de fabricar ilusiones con cenizas y escombros. Esta idea me hace cosquillas en el corazón. Los presos no solo se conforman con lo que tienen, os juro que lo disfrutan, si hay una buen partido de por medio, lo demás es accesorio… bueno, no todo lo demás, hay algo que se anhela más que ninguna otra cosa, esas puertas abiertas que te devuelven tras cualquier evento en libertad a tu vida cotidiana.

Los equipos no tienen entrenador, pero si un capitán, o mejor dicho, un macho alfa. Es fácilmente reconocible, señala con el brazo mientras da indicaciones a diestro y siniestro, con voz autoritaria y decidida. En la cárcel, como en la jungla, cada oportunidad es buena para demostrar el dominio por un territorio y estos partidos son una curiosa exhibición de poder y control. Antes de que empiece el partido, un poco atontado por el calor, observo cómo se van alineando los equipos, cómo se van situando en sus posiciones, examino sus ademanes, sus miradas, como se cruzan desafíos, bromas, risas... Por un momento, me parece estar viendo un documental sobre el liderazgo en una comunidad de chimpancés en la que cada uno, poco a poco, se acomoda en el estatus que le corresponde.

En la cárcel existe un férreo y persistente código de honor. Lo define muy bien Tony Montana en “El Precio del Poder”, cuando dice: “En esta vida sólo tengo dos cosas, mis cojones y mi palabra. Y no las cambio por nada”. Aquí las mentiras no vuelan, salvo las del barón, y a los chivatos se les castiga muy duro. Tampoco hay lugar donde esconderse, ni teléfono que desconectar, vivimos en un callejón sin salida, (nunca mejor dicho).

En esos partidos de domingo, tampoco hay árbitro y la verdad, no parece importar. Otra vez ese código del que os hablaba, ese que lo sobrevuela todo. En este ruidoso partido, como en la mayoría de partidos aquí dentro, impera el “fair play”, como si en lugar de criminales, fueran serenos seminaristas los que corren tras el balón. Esto fue algo que me chocó mucho, cuando asistí a este espectáculo por primera vez pensé que esos tipos jugando al fútbol sin árbitro, con un calor del demonio y apuestas de por medio, completaban el cocktail perfecto para conseguir una tarde de sangre y puñetazos, pero no, nada de eso, una energía de naturaleza desconocida acaba suavizando las tensiones y apaciguando las aguas cuando se agitan.

La afición se distribuye casi a ras del campo, rodeándolo por completo y jugándose un pelotazo en la cara, eso sí, las zonas que hay detrás de las porterías quedan desiertas. Demasiado riesgo. Arranca el partido sin ceremonias, casi por sorpresa. Las miradas y la atención se van enfocando poco a poco en el juego, se ultiman las apuestas (latas de refresco, tarjetas de teléfono o tabaco), se hacen pronósticos, se habla de las cualidades de los jugadores, de su estilo, de su indumentaria o del último resultado. Yo los escucho atento y entretenido, mientras me como unos frutos secos. Les escucho como hablan también de los delitos y las condenas que este jugador o aquel acarrea tras la pelota.

- Mira ese es el que atracó el furgón.

- Mira, mira al de la coleta, lleva pagados 10 años por pequeños robos y ha dejado 7 hijos en la calle. Pobre pringao, es un “roba gallinas”.

Persigo con la mirada al “roba gallinas”, corre empapado de sudor, con su coleta mal anudada y su vieja camiseta, defendiendo el balón como si le fuera la vida en ello, con sus dos lustros de talego en el lomo y me invade una sensación de decepción amarga y me pregunto, porque yo ya me he perdido, si es cosa de las leyes o es la justicia la que permite que Ronaldo (por nombrar a alguno), tras estafar a nuestro estado millones y millones, pueda llegar a un arreglo muy justo y digno que le permita salir de puntillas del lío y que, tristemente, a un desarrapado Io frían con años de cárcel por robar para sobrevivir, sin darle más oportunidad que la de pagar cárcel. Bueno, respiremos hondo…

No suelo asistir a estos partidos. Hoy me encuentro entre esta afición ilustre de forma excepcional, más por documentar la experiencia que por otra cosa. Tras más de un año aquí dentro, he llegado a la conclusión de que esta historia en el Abismo estaría incompleta si no le dedicara, al menos, un capítulo a estos partidos tan auténticos. Aquí estoy, sentado en un bordillo bajo el sol abrasador de esta tarde de Agosto. Normalmente estaría refugiado en la sala de lectura, con los auriculares puestos para escapar del bullicio. Es tremenda la resonancia de esta caja de zapatos gigante. Desde que empieza el partido, la atmósfera del patio se enciende de ruido y cada pisada, cada chute, cada aliento de esfuerzo rebota en los muros y se va filtrando a través de los barrotes y las alambradas, hasta adquirir un tono oscuro como un lamento. A veces, un cañonazo vengativo revienta contra uno de los muros. No hay ni un atisbo de aire y la atmósfera está cargada, comprimida por estos cuatro muros. Se respira un sofocante olor a tabaco, sudor y cárcel. ¿Qué cómo huele la cárcel? Veréis, es un olor inefable. Una mezcla ambigua entre el olor de un hospital, el de un colegio de primaria y el de una casa deshabitada hace décadas.

Me gusta ver cómo los jugadores se esmeran con la indumentaria, se ponen sus mejores galas deportivas. Llevan calzas largas, camisetas de sus equipaciones favoritas o del equipo con el que jugaban en libertad, sus mejores zapatillas... Otros llevan lo que pueden o lo que otro le ha dejado luchando, pero en lo que todos coinciden, en lo que son simétricos, es en los cojones que le ponen al partido, en cómo se dejan la piel en este campo infernal. Lo repito y me lo grabo a fuego, otra lección taleguera; todavía no se han levantado los muros que le digan a la ilusión: “de aquí no pasas”.

No tendrán técnica, ni equipación, ni nómina, ni primas… Pero ya quisieran muchos futbolistas profesionales luchar como lo hacen ellos, con esa ilusión y valentía. Yo creo que son las ganas de escapar de aquí lo que les mueve de ese modo, la necesidad de autoestima, la sensación de sentirse vivos y libres. La recompensa del esfuerzo, la lucha y el orgullo. Es una expresión más de resistencia… No me gusta el fútbol, lo repito, pero me rindo ante su magia.

El libro de Amanecer en el Abismo