Amanecer en el Abismo

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7 actos para un Juramento hipocrático en la cárcel

“Transformar una experiencia en conciencia, en eso estriba ser hombre ” - André Malraux

Acto 1º: Una noche fatal.

Por fin quedaron para cenar. Hacía tiempo que Antonio no se reunía con su hija y llevaba toda la semana ilusionado con la idea. Desde que se separó de su mujer, le preocupa perder el contacto con sus tres hijos, ya mayores y, como es lógico, inmersos en sus vidas. Ya es abuelo, pero no piensa en jubilarse. Es médico cirujano, en el último tramo de su carrera y también en el mejor momento profesional, en el que cosecha su buena reputación de años de la única manera que sabe; con más trabajo. La vida, como dice él ahora, te arrastra con su inercia de deberes y quehaceres falsamente irremediables. Hasta hacemos confundir lo que es realmente importante. Esa aciaga noche de otoño, tras esa deseada cena con su hija, iba a cambiar su vida para siempre.

Acto 2º: La entrada en prisión.

Entra en prisión y, por un lado, siente alivio. - 1,2,3 respira - se dice temblando por dentro y por fuera. Tal vez este sea el final de tanto dolor. Estoy abierto al sufrimiento, que venga y me purgue. Si esta es la puerta del infierno, quiero entrar, aquí me tienen. Sube las escaleras arrastrándose, con la mirada en la nuca de un gitano flaco que le guía no sabe a dónde.

- Espere aquí. Ahora el coordinador le va a asignar celda y actividades.

Pasa al despachito, luminoso y acogedor. Un chico sentado le recibe y lo hace con una amabilidad inesperada. - ¡Cuántos libros tenéis aquí!. - acierta a decir, sin saber que pasará a continuación. Todo es nuevo.

-Hola, soy Isaac, soy el coordinador, bienvenido al módulo 6.

Luego unas series de preguntas, que si fuma, que si lee, que si hace deporte, que si toma medicación, que tranquilo, que todo va a ir bien…

- ¡¡¿Es usted médico?!!

Acto 3º: La recepción.

Qué raro, -pienso- no esperábamos más ingresos esta semana. Entra por la puerta un hombre en la mitad de los 60. Me presento y empiezo el protocolo de ingreso en el módulo. Me suelta un “hola” sobrio y me mira como si un peligro de muerte no le dejara de acechar desde hace años. No percibo miedo, más bien desgana e indolencia, parece un condenado a muerte que desea que se acabe la espera. Trato de ser amable y me esfuerzo por facilitarle las cosas, por entender mejor la situación. Contesta con monosílabos a mi cuestionario. En medio de mis preguntas y como el que cuenta un secreto, me dice que es médico y que cuente con él, que le asigne una celda donde haya alguien enfermo. Se me ponen los pelos de punta y de pronto afilo mi atención, como cuando una película se pone interesante. Me pregunto cuál será el delito de este hombre afable y educado, pero lo único que deseo ahora es que disipe un poco la nube oscura que arrastra. Le señalo con la mirada y una sonrisa el cartelito que he colgado en la pared tras de mí y en el que he escrito con letras de colores. “Estás preso, pero la verdadera libertad está en tu cabeza y en tu corazón, no lo olvides”. Y un GRACIAS enorme y claro asoma por su sonrisa endeble pero auténtica.

- Isaías, yo hace años que perdí la verdadera libertad.

- Nada de rendirse doctor.- le digo con convicción.- Nunca es tarde para reencontrarla y, por cierto, me llamo Isaac.

Acto 4º: La tragedia.

El Universo, con su equilibrio a veces sádico, se pega una pasadas de tres pares de pelotas. Toda una carrera dedicada a salvar vidas y ahora, al final del camino, por un error fatal, pero sobre todo muy mala suerte, provoca con su coche un accidente mortal que termina con la vida de un chico joven y del que él sale ileso físicamente, pero con el alma herida de muerte.

Como con prisa por derramar sobre mí su drama, pronto me contó lo que le había traído a la cárcel. Decir que no le juzgué al pensar en su estúpido error y, sobre todo, en ese pobre chico sería una pura mentira. Inmediatamente después, como patadas en los huevos, me vinieron a la cabeza las veces que yo también había sido igual de idiota, aunque por fortuna sin consecuencias. Luego le conocí mejor y, más que juzgar, me compadecí, eso sí, secretamente, para no herirle aún más. Creo que la compasión, si es torpe, puede llegar a hacer más daño que la indiferencia. Esto lo digo porque pienso en lo que me jode sentirme una víctima y en lo poco que me gusta todo lo que hace referencia a lo que significa serlo.

Estar en la cárcel, prácticamente te obliga a estar en contacto con infinidad de experiencias extremas. Cosas que ya sabías pero que aquí te inculcan. Cosas, como que un 0.36 en un alcoholímetro, un fatídico despiste y mala suerte son una combinación perfecta para arruinar muchas vidas. Yo aprovecho este capítulo para recordármelo a mí mismo y ya de paso a todo el que lo lea. Además de la mala suerte, se dan en esta historia dos coincidencias macabras que lo hacen todo más difícil. La víctima tiene la misma edad de su hija, con la que cenó esa noche y a la que tanto ama, 19 años. Por si no fuera poco, el pobre chico era familiar de un íntimo amigo suyo. El infierno se abría para nuestro protagonista y lo envolvía de remordimientos, desesperanza y tristeza.

- Yo, Isaac, por mucho que pague, no pagaré nada en comparación con lo que van a pagar sus padres - Me dice con la mirada aterrada de un padre que se imagina lo que significa que se te muera un hijo.

Diez años esperando juicio, diez años de antidepresivos, ansiolíticos, remordimientos insoportables. Diez años de sombra y frío. Diez años con el corazón congelado. Y diez años en los que intentó con todas sus fuerzas seguir con su vida, refugiándose en el trabajo, en su familia y en un amor tardío pero pertinaz y redentor que cada día le ayuda a ser el hombre que siempre quiso ser y que ilumina este camino tan oscuro.

Acto 5º: La prisión y el juramento hipocrático.

Hay demonios que te acechan en la imaginación y ahí son más despiadados aún que cuando te los echas a la cara. Eso es lo que nos pasó a Antonio y a mí, que sufrimos más el largo periodo en el que la cárcel amenazaba con llegar que la cárcel en sí. No digo que la cárcel no sea la mierda que temíamos, sólo digo que el sufrimiento desaparece un poco cuando lo entiendes con precisión, cuando le miras de frente, lo respiras, lo sostienes, lo mides, lo atraviesas…

Cómo diría mi padre, Antonio está ya casi en el séptimo piso de la vida. A pesar del apaleo de los últimos años y de su edad, se conserva muy bien y asoma lentamente y conforme se encuentra a sí mismo, el estilo de hombre atractivo y elegante que siempre fue. Ha perdido casi 20 Kg en los 4 meses que lleva preso y lo ha hecho a base de ejercicio, penas y ayuno, pero sobre todo desviviéndose en la consulta portátil que improvisa a pié de patio o en algún aula, en la que atiende incansable toda clase de dolencias con esa dedicación y pericia extraordinaria que distingue a los médicos de vocación. Además, a petición propia, convive desde el principio con una persona mayor con infinidad de achaques a la que cuida con un mimo conmovedor.

Acto 6°: La familia accidental.

Somos una especie de media aritmética de la gente con la que más tiempo pasamos. Presta atención a las personas que te acompañan en la adversidad, van a ser uno de los mecanismos más importantes para superarla. Antonio, pronto pasó a formar parte de nuestra familia accidental. Ese grupo de apoyo, esa familia alternativa, pero también familia, que es refugio, lección, sostén y afecto. En la cárcel en particular, la carencia de los tuyos es la peor parte de estar preso y esta familia accidental de la que os hablo, consigue engañar un poco a mi corazón y es un antídoto eficaz contra la soledad. Cada miembro asume un rol, exhibe su estilo, comparte lo suyo. Todos entrenados en hacer de la escasez virtud, a cara de perro con las penas y compartiendo las escasas alegrías, como el pan de los pobres.

Acto 7º: La amistad.

Porque la verdadera amistad es eso, es conocer y después comprender, es aceptar y, por supuesto, perdonar. Es admirar y sobre todo amar. Mi amistad con Antonio tiene esa naturaleza particular de las amistades que se forjan en la adversidad. Entre náufragos, la amistad es primero supervivencia y afecto, pero también una dulce mezcla de comprensión, inspiración y entrega. Antonio, además de ser un miembro de esa familia accidental, poco a poco se convierte en amigo. Generoso cuando regala experiencia y consejos, conmovedor cuando describe operaciones a muerte que terminaron siendo vida, maestro cuando me habla de amores, libros y poemas, afectuoso cuando el tema son sus hijos, soñador cuando mira al futuro, apasionado y romántico cuando es ella de quien habla, feroz consigo mismo  y moribundo y abatido cuando rememora el accidente. Ya lo decía antes, el peor demonio es el que está en nuestra cabeza.

El libro de Amanecer en el Abismo